Comentario
CAPÍTULO XIX
Pedro Calderón pasa la ciénaga grande y llega a la de Apalacbe
Volviendo a tomar el hilo de nuestro camino, decimos que los indios que salían del monte a inquietar los españoles en su alojamiento se contentaron con haber muerto el caballo de Gonzalo Silvestre y con haber perdido el indio que lo mató, que debía ser principal entre ellos, pues, viéndole muerto, se retiraron luego y no volvieron más.
Los castellanos llegaron otro día, después de este suceso, al paso de la ciénaga grande, donde pasaron aquella noche, y luego, el día siguiente sin contradicción de los enemigos la pasaron con no más trabajo del que ella daba de suyo, que era harto grande. Siguieron su viaje por toda la provincia de Acuera, alargando siempre las jornadas todo lo más que podían caminar y, para sobrellevar a los infantes el trabajo de ir a pie, se apeaban los caballeros y les daban los caballos que fuesen en ellos a ratos, y no los tomaban a las ancas por no fatigar los caballos para cuando los hubiesen menester. Con esta diligencia y cuidado, caminaron hasta llegar al pueblo de Ocali, sin contradicción alguna de los enemigos como si fueran por tierra desierta. Los indios desampararon el pueblo y se fueron al monte. Los españoles tomaron la comida que hubieron menester y llegaron al río y, en balsas que hicieron, le pasaron sin que de la una ribera ni de la otra hubiese indio que les diese un grito.
Pasado el río de Ocali, entraron en el pueblo de Ochile y atravesaron toda la provincia de Vitachuco y llegaron al pueblo donde fue la muerte del soberbio Vitachuco y de los suyos, que los castellanos llamaban la Matanza. Pasada la provincia de Vitachuco, llegaron al río de Osachile y lo pasaron en balsas sin ver indio que les hablase palabra. Del río fueron al pueblo llamado Osachile, al cual desampararon sus moradores como lo habían hecho todos los demás que atrás quedaron.
Los españoles, habiendo tomado bastimento en Osachile, caminaron por el despoblado que hay antes de la ciénaga de Apalache. Llegaron a la ciénaga habiendo caminado casi ciento treinta y cinco leguas en toda la paz y quietud del mundo, que, si no fue la noche que mataron el caballo de Gonzalo Silvestre, no les dieron otra pesadumbre en todo este largo camino, de lo cual no hallamos razón que dar ni entonces se pudo alcanzar.
Los indios de la provincia de Apalache, como más belicosos que los pasados, quisieron suplir la falta y descuido que tuvieron los otros en molestar y dañar a los españoles, como luego veremos. Habiendo llegado los nuestros al monte cerrado que está en la ribera de la ciénaga, durmieron fuera en lo raso de un llano y, luego que amaneció, caminaron por el callejón angosto del monte, que dijimos ser de media legua en largo, y entraron en el agua y llegaron a toda prisa por el agua a tomar la tierra. A este tiempo, palos que hallaron caídos. Pasaron por ella los infantes, y los de a caballo pasaron nadando lo más hondo de la canal.
El capitán Pedro Calderón, viendo que habían pasado lo más hondo y peligroso del agua, mandó, para mayor diligencia y seguridad de lo que quedaba por pasar, que diez caballeros, tomando a las ancas cinco ballesteros y cinco rodeleros, fuesen a tomar el callejón angosto del monte que había en la otra ribera. Ellos lo pusieron así por obra y fueron a toda prisa para el agua a tomar la tierra. A este tiempo salieron muchos indios de diversas partes del monte, donde hasta entonces habían estado emboscados tras las matas y árboles gruesos y, con gran vocería y alarido, acometieron a los diez caballeros que llevaban los infantes a las ancas y les tiraron muchas flechas con que mataron al caballo de Álvaro Fernández, portugués, natural de Yelves, e hirieron otros cinco caballos, los cuales, como los sobresaltaron tan de repente y como iban tan cargados y el agua a los pechos, revolvieron huyendo sin que sus dueños pudiesen resistirles, derribaron en el agua los diez infantes que llevaban a sus ancas casi todos mal heridos que, como los indios al revolver de los caballos los tomaron por las espaldas, pudieron flecharlos a su placer y, viéndolos caídos en el agua arremetieron a toda furia a los degollar con gran vocería que a los demás indios daban avisándoles de su victoria para que con mayor esfuerzo y ánimo acudiesen a gozar de ella.
El sobresalto tan repentino con que los indios acometieron a los castellanos y el derribar los peones en el agua y el huir los caballos y los muchos enemigos que acudían a combatirles causaron en ellos gran confusión y alboroto y aun temor de ser desbaratados y vencidos, porque era la pelea en el agua donde los caballos no podían servir con su ligereza para socorrer a los amigos y ofender a los enemigos.
Al contrario, los indios, viendo cuán bien les había sucedido el primer acontecimiento cobraron nuevo ánimo y osadía y, con mayor ímpetu, acometieron a matar los infantes que habían caído en el agua. Al socorro de ellos acudieron los españoles más esforzados que más cerca se hallaron, y los primeros que llegaron fueron Antonio Carrillo, Pedro Morón, Francisco de Villalobos y Diego de Oliva, que habían pasado por la puente, y se pusieron delante de los indios y defendieron que no matasen los infantes. Por el lado izquierdo de los castellanos venía una gran banda de indios que acudían a la victoria que los primeros habían cantado. Delante de todos ellos más de veinte pasos, venía un indio con un gran plumaje a la cabeza con todo el denuedo y bizarría que se puede imaginar. Venía a tomar un árbol grande que estaba entre los unos y los otros, de donde podían, si los indios lo ganaran, hacer mucho daño a los españoles, y aun defenderles el paso. Lo cual, como Gonzalo Silvestre, que estaba más cerca del árbol, lo advirtiese, llamó a grandes voces a Antonio Galván, de quien atrás hicimos mención, el cual, aunque estaba herido y era uno de los que habían caído de los caballos, (como buen soldado) no había perdido su ballesta, y, poniéndole una jara, fue en pos de Gonzalo Silvestre, que con un medio repostero que halló en el agua iba haciendo escudo y le persuadía que no tirase a otro sino al indio que venía delante, que parecía ser capitán general. Y era así verdad, aunque él lo dijo a tiento. De esta manera llegaron al árbol y el indio que venía delante cuando vio que los españoles lo habían ganado por haberse hallado más cerca de él les tiró en un abrir y cerrar de ojos tres flechas, las cuales Gonzalo Silvestre recibió en el escudo que llevaba que, por ir mojado, pudo resistir la furia de ellas.
Antonio Galván, que por no perder el tiro había esperado que el enemigo llegase más cerca, viéndole en buen puesto, le tiró con tan buena puntería que le dio por medio de los pechos y, como el triste no traía por defensa más del pellejo, le metió toda la jara por ellos. El indio, dando una vuelta en redondo, que no cayó del tiro, alzó la voz a los suyos diciendo: "Muerto me han estos traidores." Los indios arremetieron a él y, tomándolo en brazos con gran murmullo, pasando la palabra de unos a otros, lo llevaron por el mismo camino que habían traído.